Ricevo questa riflessione di Leonardo Padura Fuentes sulla convivenza urbana, ma è così solo a Cuba?
Urbanidad
Leonardo Padura Fuentes
Lunes, 16 de Abril de 2012
Un hombre, en la azotea de su casa, fuma con la vista perdida en un punto impreciso, lejano, quizás dentro de sí mismo a juzgar por la concentración con que observa. Apenas presta atención al cigarro que consume, absorto en su contemplación o, tal vez, meditaciones. Da una última calada al cigarro y, con gesto preciso, casi elegante, dispara al aire la collila, propulsándola con sus dedos. La colilla, convertida por este vuelo final en un “cabo de cigarro” va a aterrizar en la terraza de los vecinos, junto a otras dos que ya había lanzado el pensativo fumador de la azotea.
A juzgar por el modo en que el hombre ha lanzado hacia su último destino la colilla del cigarro, se diría que lo ha hecho sin conciencia de su acto. Y tal conclusión sería acertada. El hombre, al subir a la azotea, no pensó por un instante en llevar consigo un cenicero, aunque no habría olvidado nunca sus cigarros y la fosforera. Como mismo lanzó el “cabo” hacia la terraza de los vecinos pudo haberla tirado en su propia azotea, pero como le gusta tanto el gesto de alejar de sí el resto final del cigarro, ha puesto en práctica su bien aceitada habilidad de colocarlo sobre el dedo pulgar y dispararlo con el índice. El hombre, en última instancia, ha actuado mecánica, irreflexiva, espontáneamente al enviar las colillas hacia la terraza de los vecinos: en dos palabras, lo ha hecho sin pensar demasiado y como si no le importara su acto ni sus consecuencias.
Pero el fumador de la azotea no ha estado en realidad tan absorto. Cuando más concentrado parecía estar en sus cavilaciones, de vez en cuando sus pies se han movido rítmicamente y sus labios han reproducido el sonido que, dos casas más allá de la suya, proyecta a todo volumen un reproductor de audio que regala a sus propietarios la melodía (es un decir) de un fañoso reguetón. Esos vecinos, cada día, a cualquier hora encienden el reproductor y disfrutan ostensiblemente de la música (es otro decir) del reguetón de moda. Los fines de semana comienzan la audición bien temprano en la mañana y la terminan ya avanzada la noche. Colocan el audio de su equipo en el máximo volumen que es capaz de emitir, pues así ellos disfrutan mejor del reguetón. Y lo hacen sin conciencia de lo que genera su acto.
Los vecinos del reguetón permanente ya se han acostumbrado a escuchar la música a toda hora y siempre al mayor volumen, y también se han adaptado a vivir respirando el hedor que, dos casas más allá de la suya, expele la cochiquera que otros vecinos construyeron en su patio y que, en verdad, limpian cada vez que pueden, aunque no pueden mucho pues el agua, en esa zona de La Habana, llega a las casas cada cuatro días y su escasez genera los consabidos problemas. En cualquier caso, desde su próspero chiquero esos vecinos regalan a la cuadra la fetidez generada por sus cerdos. Y lo hacen sin importarle demasiado los efectos que provoca su actividad (o inactividad higiénica), pues lo que más les preocupa es el crecimiento de los cerdos que, con su carne y grasa, les garantizan la existencia…
La cadena de desmanes pudiera ser seguida hasta el final de la cuadra, porque otros vecinos barren su casa y lanzan a la acera una basura que incluye deposiciones de sus perros; otro vecino parquea su moto en la misma acera (como están las cosas debe tenerla cerca, no se la vayan a robar) donde, cuando llega el agua, la friega, para tenerla reluciente, como a él le gusta, sin preocuparse por interrumpirle el paso a los transeúntes, menos por hacer correr la mugre y muchísmo menos por haber tirado a la calle la lata de cerveza que, exultante, ha bebido mientras pule su propiedad. Pero todavía hay otro que, como si fuese lo más natural del mundo, saca la basura, ya hediente, cuando acaba de pasar el camión colector; otro, aunque la basura y los cerdos apesten y la música del reguetón casi perfore tímpanos, capaz de colocar en plena acera un sillón de hierro para, en short y sin camisa, tomar la brisa (es un decir) y ver pasar a la gente… La cadena de desmanes, en realidad, no termina allí: cruza la calle lateral, también la frontal, y continúa, con similares o nuevas manifestaciones y se propaga por el barrio, el municipio, la ciudad, el país. Se mueve como una plaga, una pandemia, o peor aún, porque su origen no es un virus o una bacteria, sino algo mucho más intangible pero peligroso: es un estado de ánimo.
No creo, para nada, que Cuba sea el único país del mundo donde se produzcan manifestaciones de falta de urbanidad y respeto a la propiedad, el derecho y la privacidad ajena. Imagino (solo imagino) que algo similar puede ocurrir, digamos (solo digamos) en el devastado y analfabeto Haití, la pobrísima Burundi, o la superpoblada y tuberculosa Bombay. Tampoco pienso que estas actitudes sean nuevas entre nosotros. De alguna manera se practicaron en barrios insalubres y dejados de la mano de Dios, en zonas de alta concentración de personas y por consiguiente, de insultante promiscuidad. Lo que sí creo y pienso es que ese estado de ánimo caracterizado por la indolencia, la falta de conciencia en las consecuencias para los otros de los actos propios, la prevalencia de nuestros problemas (“Lo mío primero”, proclamaba el slogan oficial) y el desprecio por los conflictos y derechos de los otros, se ha entronizado en la vida cubana de un modo que ya ni siquiera calificaría de alarmante. Porque ha pasado a ser natural.
La crisis de los años 1990, durante los cuales la gente en la isla se jugó la supervivencia; el fraccionamiento de los estratos sociales que a partir de entonces comenzó a producirse y no ha dejado de crecer; los consabidos problemas en la educación con el éxodo de viejos y mejor formados maestros; las necesidades económicas permanentes en una ciudadanía que por el resultado de su trabajo obtiene un salario insuficiente para vivir; el quiebre de valores morales antes arraigados, entre otras, son las causas que han permitido, primero, el crecimiento de la marginalidad y, de manera mucho más abarcadora, la indolencia de las actitudes sociales, cotidianas y de convivencia de un porciento creciente de la población.
Si las razones muy concretas antes anotadas tienen un peso enorme en el proceso de generación de estos fenómenos, también habría que anotar como causa de su florecimiento la pérdida de autoridad que se ha vivido. Si bien es cierto que en la esfera política los controles se han mantenido con sus altos niveles de eficiencia, en la social se ha producido una distención en la misma medida en que el Estado no ha sido ni es capaz de garantizarle a los individuos todos los medios necesarios para hacer una vida segura y digna. El quiebre de esta relación introdujo la relajación, y la relajación, el crecimiento de la indolencia a través de la pérdida de las normas más elementales de urbanidad y convivencia que deben imperar en una sociedad que se considere civilizada, gobernada.
Uno de los vecinos de la cuadra de los primeros párrafos, que no lanza colillas, ni cría cerdos, ni agrede oídos con reguetones, ni friega su moto en la acera, más de una vez ha pensado en la alternativa de denunciar a los que incordian física, sonora, olfativamente su privacidad hogareña. Antes probó el recurso del diálogo con sus agresores, y alguna mejora consiguió, aunque debió sufrir la mala cara de los que se consideraban limitados en sus propios derechos (pongo música en mi casa, la acera es libre, vivo de los puercos, le dijeron) y presiente que un nuevo reclamo podría terminar en reacciones desagradables, incluso violentas. Por ello ha pensado en acudir a la única autoridad a su alcance: la policía. (Los hijos del delegado al Poder Popular son adictos al reguetón y también crían cerdos). Pero, luego de haber mostrado el rostro en sus reclamos previos, asume que los denunciados de inmediato sabrán el origen de la queja, y teme por las consecuencias. Además, ¿qué ley regula el mal olor?; ¿cuál es la medida de una música que moleste a otros?... Las perspectivas de la denuncia no parecen promisorias pues, además, supuesto el caso de la intervención policial (la autoridad), ¿qué ocurrirá cuando los agentes se alejen?... La piedra vengadora que le puede quebrar un cristal de una ventana ¿de dónde salió? (El metro cuadrado de cristal nevado anda por los 30 CUC, si lo consigues).
Mientras, el tsunami del fatal estado de ánimo sigue creciendo y propagándose. La muerte de las leyes existentes pero muchas veces no escritas de la urbanidad y la convivencia puede intentar resucitarse con actos punitivos, pero mientras no se llegue a la raíz, cualquier poda será una solución temporal. Y la raíz está en las condiciones de vida de las personas y en la educación.
Las crisis no solo alteran las estructuras de una sociedad. También afectan su salud. Y la sociedad cubana de hoy está enferma de indolencia, pérdida de valores, falta de respeto por el otro y ausencia creciente de urbanidad. Y los desmanes que genera esa insuficiencia siguen creciendo, diría que, lamentablemente, casi indetenibles.
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venerdì 18 maggio 2012
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